domingo, 23 de enero de 2011

La tía vestida de novia y la yedra

   ¿Por qué me atraen tanto los caseríos grises y vetustos? Qué pregunta tan absurda, como si necesitara engañarme, al igual que cuando era niña e iba a la mansión de los abuelos sin que nadie me viera, y me creía la madre, la hermana, la novia que se quedó vestida de novia y que enterraron de novia. La dueña de las muñecas de porcelana que estaba prohibido tocar

        Apiladas en un orden maniático, dentro de aquel horrible mueble de caoba oscuro, que no sé qué me daba verlas allí, prisioneras de adorno. Protegidas del polvo, la luz y sobre todo del aire. Porque una vez oí decir a la señora abuela que el aire era su peor enemigo. Y es que la señora abuela decía cosas muy extrañas. ¿Qué mal podría hacerles un golpe de brisa fresca?

        Unas pegadas a las otras sin un centímetro de por medio ni para moverse o rascarse la nariz, que siempre suele picar cuando una se propone estarse quieta durante un buen rato. Las muñecas  -según el testamento de la señora abuela- serían para la tía vestida de novia.

        Una tarde que caía una lluvia tan fina como las agujas de bordar que usaba mi tía, la del vestido de novia, en el patio de la yedra, el que tanto frío me daba y era tan triste y tan asfixiante y tan verde oscuro y tan húmedo, odié la yedra por siempre. La tía vestida de novia me prometió –mientras yo tenía ganas de echar a correr, porque la yedra se acercaba reptando traicionera hasta su pelo- que las muñecas serían para mí, si continuaba visitándola a escondidas de la señora abuela.

        A una sacudida de la yedra, pegué un grito que malhumoró a la señora abuela para todo el día.

        Esta criatura incivilizada me produce dolor de cabeza. Porque una niña que dice ver crecer la yedra no puede ser normal.

        Si a mí me hubiesen dejado decir los adultos lo que pensaba de la señora abuela...

        La colección de muñecas de porcelana vestidas de princesas, con mueble incluido, se cedió a un museo de la capital tras la muerte de la tía vestida de novia. Yo me quedé tan tranquila ante el incumplimiento de la promesa, porque entre otras cosas, si las hubiese heredado les habría dado la libertad incondicional a todas. Además, ¿qué se podía hacer con unas muñecas a las que no les estaba permitido un solo golpe de aire? Tenía la sospecha desde hacía tiempo de que aquellas muñecas estaban todas muertas. Las cosas muertas me daban temor. Quizá hasta olieran mal.

        Cuando murió la tía vestida de novia, la enterraron vestida de novia. Allí dentro, encerrada en su caja blanca, forrada de raso blanco, parecía una más de la colección. La expusieron en el salón de las no celebraciones, encima de un altar con patas de pies de aguja y doce sillas forradas de terciopelo granate que se iban llenando cada vez que alguien las dejaba vacías, como si fuese un banquete al que todos estaban invitados.

        En un momento en que una de las doce sillas no estaba ocupada, me senté, pero no alcanzaba a verle la cara. Me puse de pie y la señora abuela mandó que me sacaran de allí:

        Esta niña no sabrá nunca guardar las composturas ni en presencia de la muerte.

        Esperé que la gente se fuera cansando de ver una novia tan estirada, tan pálida y tan muda a la que ni siquiera se le podía tirar arroz, y se marcharan a sus casas con caras aburridas, entré como siempre sin ser vista, aprovechando que la señora abuela se había ido a descansar.

        Lo primero que sentí al entrar en la habitación fue un olor que casi me hizo vomitar. Las paredes con grandes lirios, repetidos, a medio abrir y de color morado, me ayudaron a olvidarme por unos momentos de la tía muerta.

        Me acerqué a la mesa de patas de pies de aguja, y ahora con toda tranquilidad, pisoteé a gusto y sin remordimientos, el terciopelo granate de cada una de ellas.

        Las manos de la tía muerta, vestida de novia, parecían de la misma cera que las velas que ardían en hilera y alrededor de la caja; apretaban un rosario tan blanco como ellas. Me pregunté si los muertos, después de muertos, rezan cada tarde el rosario como lo acostumbraba a hacer la señora abuela.

        Los labios de color morado se apretaban el uno contra el otro como si estuvieran fijados con pegamento. Ya nunca volvería a oír la voz apocada y suave de la tía vestida de novia.

        Y entonces fue cuando vi a la yedra... reptar cobarde entre su larga cabellera, abrazándole el cuello como una serpiente vegetal. Se escondió traicionera al captar que la había descubierto. Lo sabía, lo supe desde aquella tarde del grito. Intenté avisarle, se lo comenté a la señora abuela que, como siempre,  no me quiso creer.

        No me dejas otro remedio que hablar con mi hijo. Decididamente eres una niña oscura. Tu presencia me provoca desazón.

        Apenas logré despedirme de mi tía, salí corriendo. Juré no volver a poner un pie nunca más en la mansión gris, húmeda y devorada por la yedra.

 

Cuento del libro El ladrón de corazones hembra

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