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Helene Hanff |
¿Por qué me ha gustado tanto este libro? No es lo que podemos llamar una obra de arte, sin embargo, me ha atrapado desde la primera página, mejor dicho desde la primera carta. Un bello libro escrito allá por los años 60, y que va por su decimotercera edición. Y yo sin enterarme.
Me lo prestó mi estimada amiga Isabel el otro día, durante una comida de antiguas colegas. Un libro aparentemente sencillo en el que parece que no pasa nada y pasa mucho.
Su lectura me ha devuelto las ganas de retomar mi inacabado libro de epístolas que inicié hace tanto. Soy una apasionada del tema. A lo largo de mi vida he mantenido largas correspondencias. Años y años carteándome con Ramón, Luchy, Rafa, Juan, Eusebio… A pesar de que ya nadie escribe cartas, no me resigno a su ausencias. Cada día abro el buzón con la esperanza de encontrar noticias de alguien. Mi última relación epistolar fue con mi querido Rafa, al que rogaba que no dejara de escribirme. Ahora lo hacemos por medio del correo electrónico. No es lo mismo. Ni el tono, ni la forma, ni el contenido. Los correos electrónicos son concretos e impersonales. La intimidad que da el papel es insustituible. Y luego está ese ritual de doblar el folio, introducirlo en el sobre, pegarle el sello, buscar un buzón… Quedan tan pocos.
Una escritora de guiones y lectora voraz, contacta con una librería londinense “84 Charing Cross Road”, para que le envíen libros inusuales y difíciles de encontrar: diálogos griegos, partituras musicales, la Vulgata, Tristram Shandy… Autores muy concretos: Laurence Sterne, Samuel Johnson, Wyatt, John Donne (poeta realista y sensual…)
“Nada de Kats, Shelley, Blake y sus alucinaciones. Envíeme poetas que sepan hablar de amor sin gimotear”. Insta al respetuoso y atento señor Frank Doel, que sean escritores que hablen de la realidad, de lo que han visto o vivido. Su rechazo a la ficción es contundente.
No sorprende la elección de las dos únicas escritoras que nombra: Virginia Woolf y Jane Austen. Dos innovadoras dotadas de gran originalidad. Mujeres que se adelantaron a su tiempo.
Poco a poco vemos como una mera relación comercial se va transformando en un nexo amistoso. Mucho más, de afecto. Pero no sólo con Frank Doel, sino con el resto de los trabajadores de la librería. Uno a uno van tomando cuerpo: Cecily Farr, Megan Wells, Bill Humphries, Joan Todd… A los que se añaden Nora, la mujer de Frank y su hija Sheila, la anciana Sra. Boulton, la tejedora de tapetes y vecina de Doel…
Su peculiar sentido de humor desconcierta, con frecuencia, a los londinenses y al servicial Doel, que no titubea en la búsqueda incesante para conseguirle todos los volúmenes “exigidos” por la implacable y selectiva lectora, por muy insólitos que sean.
Una muestra de la dimensión de su ironía la encontramos en la respuesta que da a Cecily cuando esta le dice: “Me la imagino joven, muy sofisticada y muy elegante. El viejo señor Martin opina que debe de tener aspecto de intelectual, a pesar de su maravilloso sentido del humor”. A lo que Helene contesta “… mi aspecto es casi tan elegante como el de una mendiga de Broadway”.
Sus constantes y generosos paquetes con alimentos para todos, se ven recompensados de diferentes formas: un tapete hecho a mano por la Sra. Boulton (algo excepcional, ya que nunca se ha desprendido de uno de ellos); la receta para elaborar un buen budín que le manda Cecily, y el ofrecimiento de sus casas para que se instale cuando venga a visitarlos a Londres. Cuando Helene, al fin, logra su sueño de ir a visitar su librería de culto y a conocer personalmente a sus amigos, ya es un poco tarde.
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