lunes, 24 de septiembre de 2018

Narradoras eróticas de hoy. Los mil silencios

 The barcelona review revista internacional de narrativa breve contemporánea me ha publicado este cuento en el monográfico: Narradoras eróticas de hoy


http://www.barcelonareview.com/95/s_pc.html    Pepa Cantarero Los mil silencios 


 Me dijiste: espérame. El registro de tu voz tenía connotaciones de viento, retazos subterráneos huyendo de aberturas empotradas. — ¿Cuánto? Te interrogué con mecanismo esforzado. El dorso de tus manos goteaba lamparones de estalactitas; en uno de los pliegues se entretuvieron, y formaron un rocío parecido al que vive en las hojas tiernas. Automáticamente, el aire custodió los sonidos para hacerlos menos intensos, menos graves, como el piano impotente ante esa nota huidiza, desagradecida y casquivana de ser parida. —Un tiempo moderado. Una porción de angustia se desligaba de mi tendencia al apego para censurar tu poca exigencia. Las trabas que, intencionadamente, nos pusimos al principio como un juego frívolo, condenaban la opción de manifestar los sentimientos. — ¿Cómo lo sabré? La ceja derecha que siempre te delataba, se curvó rompiendo la línea recta; la incomodidad rozó los límites. Aplastaste con el pie, algo imaginario. Un gesto muy tuyo. —Cuando llegue el momento. Tus naipes estaban cautelosamente lanzados, pero la jugada sólo la podía controlar el azar. Ni tú, ni yo. Oía tus pasos inseguros, indecisos, por el largo corredor una y otra vez, así, la mayoría de las noches. El deterioro del sueño ya te había comenzado a disputar horas al descanso, desde tiempo atrás. — ¿Qué te perturba? —te preguntaba yo por entonces. —No sé —me contestabas. —Siempre hay una causa. —Puede —decías. —Puede no, seguro. —Si tú lo dices… — ¿No será que tienes la conciencia maltrecha? Parecías sobresaltarte, y yo ahondaba en pos de un indicio, pero nada. Era evidente que las cosas no iban bien. Yo que siempre había dormido con total tranquilidad, me traspasaste tu dolencia. Cuántas cosas tuyas no se me irían ya nunca. Tengo sed, la boca seca. No oigo tus pasos desde hace rato. Me levanto de la cama, desdeño las zapatillas por temor a molestarte si es que has logrado conciliar el sueño. No estoy segura de que no sientas mis pasos, arriba, al igual que yo los tuyos. Abro la puerta casi en silencio, retrocedo, estoy desnuda y aunque sola, tu presencia vaga muy cerca, tanto como veinte escalones que es lo que nos separa. Tanteo buscando algo con qué cubrirme. ¿Desde cuándo tú no puedes ver mi desnudez, este cuerpo tan trillado palmo a palmo por tus manos, tu boca, tu mismo cuerpo? —Quédate ahí, ahí justo, no te muevas, no contraigas el culo; te salen unos hoyitos que deforman su redondez. Quiero mirarte, sólo mirarte todo el tiempo posible. —Es que me da… Bueno, me da mucho apuro —te decía cada vez que me obligabas a pasar por uno de aquellos trances. —Calla. No hables, no digas nada. Así, así, en silencio. —Eres un mirón, un… Me pides cada cosa… —Ssss… Me reía nerviosa; nunca llegué a asimilar ciertas obsesiones tuyas. Y mi risa te volvía loco. A veces llegué a temer que pudieras maltratarme. —Déjalo. Basta. Vete. Me hubiese abalanzado sobre ti, descargado mis puños una y otra vez con ferocidad, y sólo parar cuando tu rostro fuese una masa informe, grotesca, teñida de rojo. Me refugiaba en el baño y delante del espejo desataba un flujo de lágrimas incontroladas. Después, la puerta se abría con penosa lentitud, y con una dulzura confusa, enloquecedora, acercabas tus labios carnosos de comisuras caídas, y sin mediar palabra, sorbías una a una cada gota salada. Siempre quise rechazarte, romper el ritual enfermizo, pero aquellas ceremonias malsanas aflojaban mis músculos y, al final, era tan solo una muñeca desangelada, rota, dando giros en un círculo abrasante. Nada de lo que pasase después importaba ni quedaba registrado al día siguiente. Salgo con pies de aire y pensamientos efervescentes. Al pasar por la escalera me detengo unos segundos; el deseo empieza a fermentar de manera acuciante, nada más poner el pie en el primer escalón. — ¿Cómo lo sabré? —Cuando llegue el momento. Pero qué momento, me pregunto, ¿el tuyo o el mío? Siempre desconcertante y dañino. Retrocedo como pillada en falta por estas evocaciones. Un calor arenoso atraviesa mis pechos. Noto la sensación de ser observada por una presencia esquiva. Mi boca se reseca más, más... La lengua se acrecienta poseyendo la cavidad total, la ausencia de saliva me ahoga; por unos instantes, temo lo peor, lo ingrato que esto sería. Y tan sola. Gritaría, y con mi grito, el testimonio del fin de mi aguante, el fin de la tregua. Mi momento. Lleno la pica del lavabo hasta rebosar. El agua descontrolada, eufórica, rompe el cerco, moja mis pies. Introduzco mi lengua de perra sedienta, y con movimientos frenéticos logro reducir su tamaño. El agua continúa desbocada, liberada de su prisión de hierro, da rienda suelta a una agitación simuladora de torrentes, reminiscencias de aquellas otras olas libres, tempestuosas, rompedoras y bravas. Me vuelvo a la cama. No puedo conciliar el sueño, encontrar la paz en todo lo que queda de noche. ¿Por qué son tan largas estas horas, tan interminables los espacios de tiempo? Y forjo planes que se me desmoronan entre los deseos y la ingrata realidad. Justo cuando la luz rompe la barrera, entro en un letargo agradecido, en un turbador aturdimiento. Las largas vainas de la judía trepan osadas por mis rodillas, ganan mi vientre, se adueñan de mis brazos, me conquistan el pelo. Cojo una y la abro. Comienzan a brotar gotas de sangre de todos los colores del arco Iris. Una negra, me cae justo en la frente, me forma un agujero negro del que no paran de salir insectos. ¿Sueño presagio? Nada más levantarme tengo la sensación de que acabo de salir de un túnel. La luz me daña emborronando la visión. La cabeza se me balancea como si nada la uniera al cuello. El dolor es extremo y lo asocio a esas pesadas mañanas de resaca y placeres varios. Antes de prepararme el primer café del día, recurro a los analgésicos. Los tomo en pareja. Pareja de naipes, de semillas, de olores, de hilo, de… Una pareja, ¿eso es lo que nosotros fuimos? Una pareja ¿de qué? Arriba todo sigue en total silencio. Me acerco de nuevo a la escalera, escucho, olfateo, imagino un cigarrillo entre tus dedos, mientras tu mirada, siempre perdida en algo, se lanza en pos de una nueva quimera. Te veo encendiendo otro cigarro con el anterior, observo cómo el humo mancha tus dedos, tiñéndolos de ese color pajizo que nunca podrás desterrar de ellos. ¿A quién o qué habrás velado en la noche pasada? Siempre había un algo. Y me viene una imagen parcial, fotográfica de verte llorar. — ¿Lloras? —No. — ¿Entonces…? —Siempre espiándome. Con aquella rabia demoledora que tanto me dañaba. Durante la noche no acudiste a la cama. Cuando noté tu ausencia y vi la luz de la habitación del fondo, donde te aislabas noches enteras, supe que algo no funcionaba otra vez. Me acerqué y… — ¿De nuevo vigilándome? ¿No te cansas nunca? El tono agrio de tu voz me consternó. No supe qué decir. Pillada en falta, ridiculizada… me volví a la cama. La luz no se apagó en toda la larga noche. A la mañana siguiente, como un alma en pena, entraste en nuestra alcoba sin apenas hacer ruido. Te sentaste en el borde de la cama, mirándome, mirándome… Alargaste la mano hasta uno de mis pies, y comenzaste a acariciarlo suave, con gran delicadeza; largo rato. Te lo llevaste a la boca introduciendo uno a uno los cinco dedos. Con una avidez que me perturbó en extremo. Me abracé a tu cuello temblando. Te desligaste de mis brazos y: —No soporto tu acecho. Será mejor que durante un tiempo no compartamos la cama. — ¿Mi acecho? Pero si yo… — ¿Crees que no te veo fisgar mis movimientos, vigilar mis gestos? Siento tu presencia constante detrás de las puertas. — ¿Así llamas tú a mi preocupación por ti? Creí que podías sentirte mal, que te ocurriera algo… —Tu malsana curiosidad… No pude más, no pude controlar la rabia ni el daño que me hacían tus palabras. —Eres un mal bicho, una mala bestia, un maldito hijo de perra. Te ahogas en un charco de inmundicia del que no logras salir a flote, y me arrastras de manera humillante, vejatoria, sin darme una, una sola oportunidad. Te odio, maldito, te… Quisiera poder odiarte, apartarte de mi vida, no necesitarte para vivir. Cerraste los ojos intentando que no te llegaran los insultos. Viniste hacia mí sin prisas, sin apuros, con una luz doliente en los ojos. Esos ojos que no logro arrancar de mi piel aunque la restriegue hasta hacerme sangre. Los clavaste en los míos apoderándote de mi voluntad. Sabía lo que vendría después. No podía pasarme la vida siendo una torpe marioneta de tus arrebatos esquizofrénicos. Bregamos durante un largo rato. Tú no querías soltar tu presa, y yo luchaba en feroz contienda como si me fuese la vida en ello. Logré salirme de tu cerco y me encerré con llave. Tus golpes parecía que iban a derribar la puerta de un momento a otro. Y tu voz candente, voluptuosa, me anuló la voluntad a tu capricho. —Niña abre, abre. —No, no y mil veces no. Me costarás la salud. La tenacidad y el deseo se enzarzaron en una discusión dudosa. Cuando prevaleció el deseo, tú ya no estabas tras la puerta. ¿Tanto podías humillarme? —Quiero irme. — ¿Irte? Se apoderó de mí un miedo cerval. —Me asfixio. — ¿A mi lado? ¿Conmigo? —Necesito otros aires, nuevas cosas, otras… Cuando me viste temblar como un péndulo lastimoso… —Te amo. Te amo, niña. Me cogiste las manos, besaste las palmas, casi sin rozarlas, mientras mi cuerpo ganaba otra vez la calma, los temblores remitían y la respiración se me tornaba pausada. Desde la primera ocasión que te apoderaste de mi afán, tuve miedo, un miedo flagelante, helado, arterial. Miedo de no saber hasta dónde, miedo de cuánto, miedo del miedo. Y tú lo sabías, seguro que lo sabías. Tu mirada insana abarcaba cada uno de mis pensamientos, mis dudas, mis interrogantes. Podías llegar hasta cada rincón, a cada pedazo de arteria. Penetrabas en mi alma sustrayéndola a los sentidos, para tenderla y envolverte en ella con la audacia y el descaro de quien se sabe dominador. Una tarde-noche que me dolía tu ausencia… — ¿Qué haces ahí? ¿Llevas mucho tiempo mirándome? —te dije avergonzada. — ¿Con quién hablas? —me preguntaste en tono jocoso. —No hablo con nadie —tartamudeé. —Si tú lo dices. Me quise evaporar. No sabía desde cuando estaba allí tras la puerta, lo que habrías oído. Y lo peor, lo peor era tu sonrisa oscura. — ¿Has escuchado algo? —Nada. Tú no hablabas, ¿no? —Es un juego, un juego de la niñez, lo hago a veces. —Olvídalo. Yo no he oído nada. Enredaste mi pelo en uno de tus dedos, traspasándome con tus ojos enigmáticos, como solidarizándote con mis quimeras. — ¿Es así como te gustarían las cosas? Aturdida, azorada, no me atreví a sostener tu mirada escarbadora. —Eres una niña grande llena de fantasías, de sueños. No encajarás nunca en este mundo tan real. Ese hombre no existe, desde luego no soy yo. No lo busques en mí. —Te he dicho que era sólo un juego. Hablo con el espejo desde que tengo uso de razón. Me invento personajes… —rompí a llorar. —Calla. Calla. No tienes que darme ninguna excusa ni explicación. No lo hagas nunca. Ven, no llores, mi niña. —No deberías haber escuchado, no tienes derecho. —Ssss… Yo no he oído nada, nada. Sss… Ven, necesito sentirte. Hacerte mía. Dos noches hecha un ovillo desmadejado, sin comer, sin vivir viviendo. Ya nada tiene cuerpo, textura, importancia, olor. Esperando, esperando. Y me asalta una sombra que comienza a girar vertiginosamente. Al comienzo como un frenesí, después, con cierta premura, luego, como aspas de viento retardado. Me siento en la cama con mirada traspasadora de paredes y entablo batalla contra lo vivido. Una a una, voy lanzando las prendas. Los movimientos, de tan lentos, parecen morir en el aire. El suelo se viste de azul, blanco y azul. Primero libero de su prisión de encaje mis senos, luego me descalzo. El frío contacto con el suelo no interfiere. Mis brazos caen desmayados de ansias, los mantengo así durante unos minutos para liberarlos de órdenes ingratas y consecutivas. La última: apagar la luz antes de tenderme en el lecho y ofrecerme a la noche por siempre, y del lado izquierdo. En el suelo yace un trozo de papel masacrado: Estás aquí, me haces sombra, te veo y te tomo cada vez que mis poros rezuman ansias. En silencio, sin tu observación que me pudre poco a poco. Conservas tu rostro, tu mirada miedosa en espera constante de algo. Despeino a mi antojo tu pelo indomable, beso tus manos algo toscas y poco sabias. Me recreo en tus piernas nada perfectas, pero que a mí me vuelven loco. Eres la poseedora de los mil Silencios, y por ello, la mujer que yo elijo.


 © Pepa Cantarero Pepa CantareroPepa Cantarero ha publicado cuatro poemarios, una novela y dos libros de cuentos. Se titulan: Cuarteada de olvidos, Conversaciones con el nicho 612, Hammam, Te compraré unas babuchas morunas, El ladrón de corazones hembra, Las lenguas de la pasión y En el zaguán los jazmines anidan noches. Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario