RESEÑA PUBLICADA EN LA BIBLIOTECA
IMAGINARIA http://www.labibliotecaimaginaria.es edición del jueves 17 junio
No recuerdo si era Unamuno aquel que nombraba la intrahistoria, esto es, el hecho de que la historia debiera ser contada a partir de la vida diaria de los ciudadanos de una nación, en lugar de a partir de las grandes gestas de sus gobernantes. Perdón si me equivoco en la cita. Pero en una cosa sí que no me apeo del burro porque no ando muy descaminado, y es en mi afirmación de que el compendio titulado “Te compraré unas babuchas morunas” es un ejemplo de intrahistoria. ¿Y porqué le llamo compendio? Porque no solo es intrahistoria. Es además una novela con trazas (huellas) de autoficción, un ajuste de cuentas con el pasado personal de la autora, un documento catártico en el que ha invertido la friolera de 30 (en letra treinta) años de su vida, que se dice pronto.
Lo de la intrahistoria: la novela retrata las vivencias y vicisitudes de tres generaciones de la familia del personaje que se oculta tras el nombre de “Arsenio el ranchero”, o Arsenio Camacho, abuelo de la escritora, dueño y señor de las vidas de su familia, reputado como un sabio, poderoso como un cacique, temido como un diablo. Sin salir del territorio cerrado y asfixiante, pero mágico, de la inexistente “Jara de la Sierra” en la provincia de Jaén, nos llegarán los ecos del paseo de este personaje desde Orán hasta Brasil, las condiciones en las minas allí y aquí, antes de asentarse en las de aquí, en las de Sierra Morena… La hecatombe de la Guerra Civil con sus piojos, su hambre, sus pérdidas irreparables (recuerdo una definición de estadística: cuando un hombre muere es una tragedia, cuando cien hombres mueren es una estadística). Y es que un solo hombre marca la vida de Ariadna, la madre de la protagonista, y por ende la de todos sus hijos.
Todo es tangencial, no hay un afán por profundizar en nada ni por hacer una radiografía social, pero sí una resonancia nuclear magnética de los sentimientos, y el caso es que sentimientos y entorno social se entrelazan de tal forma que como sin querer todo pasa ante nuestros ojos: el retrato de una España que arranca en el bandolerismo y que derivando en la pérdida de nivel de vida en el campo arroja a sus habitantes a la emigración; el amor reverencial por la tierra que demuestran estas gentes, y que a un lector joven podría sonarle a realismo mágico y no a realismo; la Barcelona del desarrollismo industrial; el costumbrismo secular andaluz reflejado en los ritos mortuorios; la deshumanizada frialdad del estado del bienestar catalán de los 80; Y en paralelo, ya digo, la interioridad diseccionada de los personajes, sus grandezas y sus pequeñas mezquindades, donde tanto como la figura de Arsenio monta la de Ariadna, los dos pesos pesados de la narración.
Así es la vida, intrahistoria, y así es “Te compraré unas babuchas morunas”, puro nervio porque está escrita con las tripas, con el hígado y con el corazón, y quizá por eso se siente real como una bofetada, el lector termina queriendo a los personajes, pero no con la corrección política de alguien que en el salón de su casa lee en pantuflas o en babuchas, no en la forma de “te amo mientras te estoy leyendo y cuando cierre el libro se acabó todo entre nosotros”. Eso queda para las lecturas convencionales, porque estas líneas no se leen, podríamos decir que se viven, casi seríamos capaces de oler el arroz con conejo que se comen la nieta y sus primos en una reunión familiar en la que revuelven el pasado y remueven una vez más en la figura de Arsenio, el abuelo/dios. Pero porque nos da la gana olerlo, porque queremos sentirlo, no porque la autora se meta a describir las volutas de humo del carbón de encina, eso sí que no, porque no hay concesiones ni al estilo, ni a las mínimas reglamentaciones estructurales y formales.
Y ahí ya hablo de “compendio” y eso sin afán despectivo sino descriptivo. “Te compraré unas babuchas morunas” es una creación atípica en su contenido (ya dije al principio que es más que una novela). Y por su puesto en su forma: desde la transcripción literal de una entrevista en la que la escritora interroga a un paisano en torno a la figura de su abuelo), pasando por el cuerpo ficcional puro y duro en el que la autora da forma, literaturiza su memoria para hacerla asequible al lector en forma de narración, y hasta alguna que otra fotografía... O la pieza teatral en la que los intervinientes son Arsenio, su mujer Justina, y un matrimonio entre el que Arsenio como juez que es (hablamos de antes de la Guerra Civil, cuando su republicanismo lo pone en la picota, pero su fama de hombre recto lo libra de la muerte por la mediación de un alcalde que a pesar de ser de derechas media por él), tiene que mediar. Un ejemplo doble: por una parte de “disparate” formal, de otra, cuadro antropológico en lo social que nos muestra las inquietudes, las ansias, y el equilibrio de poderes conyugales de aquel tiempo.
Pepa Cantarero dice en una entrevista que no ha pasado por la universidad. Pepa Cantarero no me suena de nada como autora. ¿Tiene esto importancia? Pues para mí, y en relación a la historia, sí. Porque eso me da idea de que el tremendo “desorden” cronológico y narrativo de este magma en el que uno nunca se pierde por muy liado que esté el ovillo, la febril y visceral inexistente trama nace más de la propia naturaleza de la historia-historia que está narrando. ¿Es fácil contar una historia familiar sin tener que echar mano de las disgresiones? Es consecuencia además, de un lento fraguado que ha llevado treinta años. Uno se da cuenta de que eso no es una milonga, una guinda exhibicionista de la autora, porque se aprecia claramente un pulso oscilatorio que transita desde la rendida admiración hacia el abuelo, que deriva hacia la petición de que rinda cuentas, y que termina en el juicio a su memoria. Y no, no es el escorzo, el punto de inflexión formal de una autora universitaria que en las aulas vio la luz y que una mañana se levanta y mojando la magdalena en el café se dice “voy a escribir algo a lo Luis Martín Santos”.
La verdad es que a estas alturas de la reseña no sé si todo lo que he dicho observa una mínima coherencia. Pero debe entender que no estamos hablando de un producto manufacturado, de una operación mercadotécnica, de una obra hecha para contarse y venderla muy bien, si no de una sopa liofilizada. Como en una sopa de sobre, aquí todo cobra cuerpo al leerse. Los sufrimientos se nos hacen cercanos (la autora se ha saltado el mandamiento que dice que el autor debe tomar distancia respecto del texto para hacer justo lo contrario). ¿Cómo es posible que un ente tan cercano como una familia de pueblo de la Andalucía profunda se nos transforme en una saga comparable a los Buendía? ¿Será porque da voz a los muertos, los pone a dialogar con los vivos…? A decir verdad lo único que sé es que la escritora tampoco se puso babuchas para escribirla. Ha transitado con botos camperos por la narración, no le importó que sus pasos resonaran como los ruidos que siempre acechan en la parte alta de la casa grande, y le ha salido una novela o lo que sea, llamada a perdurar en la memoria del lector.
No recuerdo si era Unamuno aquel que nombraba la intrahistoria, esto es, el hecho de que la historia debiera ser contada a partir de la vida diaria de los ciudadanos de una nación, en lugar de a partir de las grandes gestas de sus gobernantes. Perdón si me equivoco en la cita. Pero en una cosa sí que no me apeo del burro porque no ando muy descaminado, y es en mi afirmación de que el compendio titulado “Te compraré unas babuchas morunas” es un ejemplo de intrahistoria. ¿Y porqué le llamo compendio? Porque no solo es intrahistoria. Es además una novela con trazas (huellas) de autoficción, un ajuste de cuentas con el pasado personal de la autora, un documento catártico en el que ha invertido la friolera de 30 (en letra treinta) años de su vida, que se dice pronto.
Lo de la intrahistoria: la novela retrata las vivencias y vicisitudes de tres generaciones de la familia del personaje que se oculta tras el nombre de “Arsenio el ranchero”, o Arsenio Camacho, abuelo de la escritora, dueño y señor de las vidas de su familia, reputado como un sabio, poderoso como un cacique, temido como un diablo. Sin salir del territorio cerrado y asfixiante, pero mágico, de la inexistente “Jara de la Sierra” en la provincia de Jaén, nos llegarán los ecos del paseo de este personaje desde Orán hasta Brasil, las condiciones en las minas allí y aquí, antes de asentarse en las de aquí, en las de Sierra Morena… La hecatombe de la Guerra Civil con sus piojos, su hambre, sus pérdidas irreparables (recuerdo una definición de estadística: cuando un hombre muere es una tragedia, cuando cien hombres mueren es una estadística). Y es que un solo hombre marca la vida de Ariadna, la madre de la protagonista, y por ende la de todos sus hijos.
Todo es tangencial, no hay un afán por profundizar en nada ni por hacer una radiografía social, pero sí una resonancia nuclear magnética de los sentimientos, y el caso es que sentimientos y entorno social se entrelazan de tal forma que como sin querer todo pasa ante nuestros ojos: el retrato de una España que arranca en el bandolerismo y que derivando en la pérdida de nivel de vida en el campo arroja a sus habitantes a la emigración; el amor reverencial por la tierra que demuestran estas gentes, y que a un lector joven podría sonarle a realismo mágico y no a realismo; la Barcelona del desarrollismo industrial; el costumbrismo secular andaluz reflejado en los ritos mortuorios; la deshumanizada frialdad del estado del bienestar catalán de los 80; Y en paralelo, ya digo, la interioridad diseccionada de los personajes, sus grandezas y sus pequeñas mezquindades, donde tanto como la figura de Arsenio monta la de Ariadna, los dos pesos pesados de la narración.
Así es la vida, intrahistoria, y así es “Te compraré unas babuchas morunas”, puro nervio porque está escrita con las tripas, con el hígado y con el corazón, y quizá por eso se siente real como una bofetada, el lector termina queriendo a los personajes, pero no con la corrección política de alguien que en el salón de su casa lee en pantuflas o en babuchas, no en la forma de “te amo mientras te estoy leyendo y cuando cierre el libro se acabó todo entre nosotros”. Eso queda para las lecturas convencionales, porque estas líneas no se leen, podríamos decir que se viven, casi seríamos capaces de oler el arroz con conejo que se comen la nieta y sus primos en una reunión familiar en la que revuelven el pasado y remueven una vez más en la figura de Arsenio, el abuelo/dios. Pero porque nos da la gana olerlo, porque queremos sentirlo, no porque la autora se meta a describir las volutas de humo del carbón de encina, eso sí que no, porque no hay concesiones ni al estilo, ni a las mínimas reglamentaciones estructurales y formales.
Y ahí ya hablo de “compendio” y eso sin afán despectivo sino descriptivo. “Te compraré unas babuchas morunas” es una creación atípica en su contenido (ya dije al principio que es más que una novela). Y por su puesto en su forma: desde la transcripción literal de una entrevista en la que la escritora interroga a un paisano en torno a la figura de su abuelo), pasando por el cuerpo ficcional puro y duro en el que la autora da forma, literaturiza su memoria para hacerla asequible al lector en forma de narración, y hasta alguna que otra fotografía... O la pieza teatral en la que los intervinientes son Arsenio, su mujer Justina, y un matrimonio entre el que Arsenio como juez que es (hablamos de antes de la Guerra Civil, cuando su republicanismo lo pone en la picota, pero su fama de hombre recto lo libra de la muerte por la mediación de un alcalde que a pesar de ser de derechas media por él), tiene que mediar. Un ejemplo doble: por una parte de “disparate” formal, de otra, cuadro antropológico en lo social que nos muestra las inquietudes, las ansias, y el equilibrio de poderes conyugales de aquel tiempo.
Pepa Cantarero dice en una entrevista que no ha pasado por la universidad. Pepa Cantarero no me suena de nada como autora. ¿Tiene esto importancia? Pues para mí, y en relación a la historia, sí. Porque eso me da idea de que el tremendo “desorden” cronológico y narrativo de este magma en el que uno nunca se pierde por muy liado que esté el ovillo, la febril y visceral inexistente trama nace más de la propia naturaleza de la historia-historia que está narrando. ¿Es fácil contar una historia familiar sin tener que echar mano de las disgresiones? Es consecuencia además, de un lento fraguado que ha llevado treinta años. Uno se da cuenta de que eso no es una milonga, una guinda exhibicionista de la autora, porque se aprecia claramente un pulso oscilatorio que transita desde la rendida admiración hacia el abuelo, que deriva hacia la petición de que rinda cuentas, y que termina en el juicio a su memoria. Y no, no es el escorzo, el punto de inflexión formal de una autora universitaria que en las aulas vio la luz y que una mañana se levanta y mojando la magdalena en el café se dice “voy a escribir algo a lo Luis Martín Santos”.
La verdad es que a estas alturas de la reseña no sé si todo lo que he dicho observa una mínima coherencia. Pero debe entender que no estamos hablando de un producto manufacturado, de una operación mercadotécnica, de una obra hecha para contarse y venderla muy bien, si no de una sopa liofilizada. Como en una sopa de sobre, aquí todo cobra cuerpo al leerse. Los sufrimientos se nos hacen cercanos (la autora se ha saltado el mandamiento que dice que el autor debe tomar distancia respecto del texto para hacer justo lo contrario). ¿Cómo es posible que un ente tan cercano como una familia de pueblo de la Andalucía profunda se nos transforme en una saga comparable a los Buendía? ¿Será porque da voz a los muertos, los pone a dialogar con los vivos…? A decir verdad lo único que sé es que la escritora tampoco se puso babuchas para escribirla. Ha transitado con botos camperos por la narración, no le importó que sus pasos resonaran como los ruidos que siempre acechan en la parte alta de la casa grande, y le ha salido una novela o lo que sea, llamada a perdurar en la memoria del lector.
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