Poemas de Hammam
RECUERDOS DE CÁMARA
Fuerzas primarias y giro de tuercas
en el cerebro de una mujer
mojada en llanto
por la embotadura cotidiana.
Un esqueje de olvido
en su rostro amarillo de cartulina
y largas trenzas
que te mira sin luz
sin existir.
En la cámara el miedo se aburre entre
viejos retratos
vestidos que se deshacen al tacto
cartas encarceladas en cintas desteñidas…
Todo está muerto.
SATISFACCIONES
Me gusta comer nata en el cuenco de la mano.
Los lirios de Van Gogh.
Tumbarme de noche en la azotea
y observar la Fortaleza milenaria.
El silencio de la casa
cuando todos se han marchado a dormir.
Andar descalza por el patio recién regado.
Las tertulias de verano en mi buhardilla
rodeada de gente ofensivamente joven.
Besar los ojos de mis hijos cuando duermen.
Hablar horas infinitas con los viejos
mientras miro sus manos.
Me gusta la noche, la noche, la noche…
Que alguien tras el teléfono me diga que me añora.
Me gustan los ángeles.
Dormir desnuda en cualquier estación del año.
Vigilar las ventanas e inventar las vidas
de los que viven dentro.
Escribir cartas que nunca envío a nadie.
Y lo que más de todo…
¡Que me rasquen la espalda!
ELEGÍAS DE VERANO
Verano 1995, en el Sur. 8:30 de la tarde.
Hice un pacto.
Velas, silencio, grillos, yo y tu presencia.
La buhardilla se viste de milagro
mientras dos vidas se abortan
y el agua con sal desborda el vaso.
Tus cenizas no han borrado tus ideales de rojo.
Cloroformo, jeringuillas intravenosas
quiebran mis venas en sangre.
Los ojos azules de Mercedes
me piden perdón antes de hurgar en mi vientre.
El lomo del gato se eriza ante tu presencia.
Los animales captan lo oculto.
Borges desde su diálogo de letras
intenta convencerme de algo.
Las velas se crispan y se apagan.
Hago una cruz en el cristal sin convicción.
He puesto flores en los rincones para ti.
Ayer sesgué los jaramagos
que crecían en la tumba vacía.
Verano 1996, en el Sur. 10:30 de la noche.
Las velas se han consumido.
En la buhardilla la oscuridad, yo y tu sombra
nos enfrentamos a lo irracional.
Ya he perdido el miedo a la muerte.
LA VIEJA JULIA
Hacía frío aquella noche en tu casa.
Un frío de ausencias, de nuevo intento
frío de muérdago.
Ante tu insistencia me quité el abrigo.
Tú te ensalivabas los labios
con una ansiosa dulzura.
Yo pensaba en los ataúdes blancos
que devoran cuerpos a medio hacer
en la vieja Julia y en su tejado amenazante
en el abanico que le regalé
y no pudieron arrancarle de su vieja y deforme mano
en la mirada reprobadora del cura
ante mi negativa a rezar.
Tiraste mi abrigo encima de un sillón antiquísimo
-otra pieza de tu colección-
sorbiste el resto de oporto en mis labios.
Disponía de una hora escasa.
El sabor triste de los últimos besos
manchó de gris tus ojos.
No volví a ver a Julia
murió lejos de su desmoronada casa.
Creo que hubiera preferido irse al trote
de su desvencijada mecedora.
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