sábado, 11 de diciembre de 2010

Entrevista

Entrevista a Pepa Cantarero, autora de
Te compraré unas babuchas morunas
Por Jesús Martínez, lunes, 01 de febrero de 2010
Sus manos recorren los cuerpos divinizados con la energía que le transmite la naturaleza de los helechos y las cantarinas gotas de las lloviznas de los domingos por la tarde. Sus manos, con los dedos cordiales, sanan las enfermedades de las angustias desveladas. La nodriza Pepa Cantarero (Baños de la Encina, Jaén, 1954) posee unas manos de sortijas y sacramentos que curan con sus masajes. “Mi madre decía que yo le quitaba el dolor con las manos”, dice sin darse importancia. Esas manos, con esos dedos, con esos anillos subidos de quilates, son manos sagradas porque, además de aliviar, escriben como las diosas arameas, con la lencería fina de los epítetos y la sorprendente evocación de las historietas menudas. Pepa publica Te compraré unas babuchas morunas (Ediciones Carena), su primera novela, la saga de una familia de Sierra Morena en la que convergen los males de ojo, las profecías y los bandoleros. Nutrida de más primos hermanos que visitas tiene la página web de Scarlett Johansson.
“El protagonista principal de Te compraré unas babuchas morunas está inspirado en mi abuelo Francisco Camacho, Paquito Morcilla”, hablan las manos de Pepa, que percibo como dos serenas palmadas en las frondas de Muniellos. “Esta obra me ha costado muchos años. La he reescrito, retocado, corregido. Es un homenaje a los antepasados. Los muertos ocupan un lugar muy importante en mi vida.”
La Loca del Pelo Rojo
Pepa Cantarero se tiñó el pelo de rojo cuando aún vivía Franco. “En el pueblo, oía a mis espaldas: ‘Mírala, ahí va la loca, pero a mí me daba igual.” Las manos de La Loca del Pelo Rojo, en Baños de la Encina, amasaban los hornazos de huevo duro con la harina de la panadería familiar, perfumada con el penitente olor de las magdalenas. Sus manos, cautivas en las estrechas paredes encaladas de un pueblo morisco, se vinieron a Barcelona cuando tenían 11 años. Antonio, el padre, emigró con la criatura para labrarse un futuro más blanco que sus tortas, y se empleó en una empresa de cerámicas de Poblenou, en la que pulía los mosaicos de mármol con sus dos manos, “retumbantes las venas desde las uñas rotas”, en palabras de Miguel Hernández.
Un laboratorio farmacéutico se fijó en las manos de Pepa, y las contrataron para analizar las contraindicaciones de las píldoras de colorines. Las manos no se estaban quietas, y en los descampados de sus turnos funerarios, se movían en círculos concéntricos alrededor de cursos de comercio exterior y taquigrafía. “A los 14 años empecé a trabajar, y por la noche estudiaba en las carmelitas de la Academia Campoamor”.
Pepa Cantarero reside en Nou Barris. Casada con el cerrajero Ángel, de manos callosas y forajidas, tiene dos hijos, a quienes ha puesto el nombre de sus ángeles de la guarda: Cristian, por el hijo de Marlon Brando, y Jade, por la hija de Mick Jagger, pues le encanta como toca Wired All Night.
Los dedos y las letras
Las manos de Pepa han aprendido el abecedario de los cuentos fabulosos de las hadas, salidos de las fantasías hechiceras de las brujas en las cuevas de Zugarramurdi. Siendo chica, más de lo que lo es hoy, los mayores le inocularon el virus de la curiosidad, con los romances para no dormir de La Encantá del Pilarejo, una princesa árabe bellísima, enamorada de un cristiano a quien su padre, por temor a que se fugara con el infiel, encerró a cal y canto en un torreón. “Desde entonces, dicen, se aparece en el Pilar.” Pepa cree en el misterio: “Todo lo oriental me atrae muchísimo. Me gustaría ir a la India y a la China”, suspiran sus manos, que se detienen en los posavasos como la mariposa Ornithoptera alexandrae, delicadas, numismáticas, con deleite. “Me fascina la filosofía budista, y los maestros tibetanos Djwhal Khul y Parvathi Kumar. Hago meditación, me aporta paz y tranquilidad. Tengo un altar en mi casa en el que cada mañana, antes de tomarme el café, me tiro 15 minutos.” En ese rincón de veneración Buda comparte cartel con la “santa puta” María Magdalena.
Los dedos coleópteros de las manos crisálidas de Pepa escriben desde pequeña, y leen desde mucho antes: “Doña Anita, mi profesora, me repetía que yo tenía que ser escritora por mi pasión por la lectura. Como si fueran cromos, intercambiaba los cuentos con mis amigas”. El primer relato que le intrigó hasta desmadejarle el alma fue El grillo del hogar, de Charles Dickens. Otras capas de barniz le daría luego a aquellos inicios: Gabriel García Márquez (“portentoso”), Julio Cortázar (“increíble”), Marguerite Duras (“indispensable”), António Lobo Antunes (“me enamoró”) y Jeanette Winterson (“cómprate La pasión”). Pepa Cantarero pasea a los autores, con sus nerudianas manos sueltas, por cualquier habitación y estancia: entre las paradas de la Línea 1 de Rocafort y Urgell, en la cola del Lidl, en el cajón de sastre de sus bailes interrumpidos. Consigo siempre lleva papel y boli. “No voy a ningún lado sin un bloc de notas”, presume con sus manos delgadas, calientes como el termostato. Escribe Pepa, con sus dedos ágiles, las letras de sus cuentos que, antologados, conforman ya dos volúmenes inéditos. “El cuento es el género más difícil.” Su terapia es escribir, y como sus manos musitan, con su escritura “atípica y arisca” salió del infierno: “Así me ahorro en psicólogos”. Sus últimos apuntes en ese bloc con las puntas silabeadas los tomó en su pueblo natal, en Baños: “Tres veces se acerca el color rojo y mi mano no se espanta. El viento silba en las Piedras Bermejas...”. Las Piedras Bermejas es, junto con el pantano y la ermita de la Virgen de la Encina, su particular Ayers Rock: “Un lugar mágico, en medio de la campiña, como si las piedras hubieran sido lanzadas allí con tirachinas”.
Sus manos andaluzas, en el regazo de sus juegos carteados, han elaborado, además de Te compraré unas babuchas morunas, tres poemarios, un trío en la misma cama de su imaginación: Cuarteada de olvidos (editorial Semilunio, 1999), un lío amoroso y desaforado entre Deméter, Hades y Perséfone; Hammam (Diputación de Jaén, 1998), poemas de su lugar de nacimiento, sus gentes, sus calles… Y Conversaciones con el nicho 612 (Editorial Devenir, 2007), un homenaje a dos muertos. Entre manos tiene una pieza de teatro con un triángulo detrás: “Son las tres parcas que velan a una mujer estirada en un diván”. Quizá Las manos enigmáticas, de Evaristo Carriego.
La literatura le acarrea a las manos de Pepa una constante agitación, que la transportan a un mundo interior del que, a veces, prefiere no salir, y si sale, es para seguir soñando: “Asisto de oyente en la clase de Géneros Literarios, Crítica Literaria y Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona”, sonríe.
“No puedo con la estupidez, no trago la injusticia, no soporto la mentira, ni a la gente que carece de escrúpulos y valores. Nunca he sido conformista. Me hubiera gustado viajar y ver mundo, y me da rabia haberme perdido tantas cosas.”
Imperceptiblemente, sus manos alisan su cabello, y reparan un momento en sus ojos pintados de negro. Sus manos son de la opinión de que Pepa Cantarero, La Loca del Pelo Rojo, ha dedicado la mayor parte de la vida a vivir las vidas de otros. “La eterna cuidadora.” Pero las manos también se equivocan.
Ignorando mi vida,
golpeado por la luz de las estrellas,
como un ciego que extiende,
al caminar, las manos en la sombra.
Leopoldo Panero (Las manos ciegas)

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