sábado, 21 de noviembre de 2015

La foto





          CUANDO era niña tenía pecas, esas manchitas minúsculas contra las que luchaba mi madre, embadurnándome, cada noche, con crema Bella Aurora.  A mí las pecas me daban francamente igual. A ella le habría gustado que mi piel fuera más blanca  y sin pecas. Quizá como la piel de bebé de mi padre, pero saqué su tono moreno, y sus ojos y su boca y su nariz… 
          En la foto estás sentada en la piedra gorda de la Llaná con las piernas extendidas. Aquellas piernas aún sanas.  Un pañuelo en la cabeza para evitar el azote del viento, detestabas los días de viento. “El aire hace destrozos. Se lleva todo a su paso”. Yo te miro sin comprender cómo puedes tenerle miedo a algo sin cuerpo. Estoy eufórica y no es cuestión de perder el tiempo en algo tan trivial. Feliz, porque es la primera vez que salimos las dos juntas de excursión, y a saber si lo volveremos hacer. Te paras y cortas unas ramas de tomillo y me gritas para que no coja las flores rosas de las adelfas “No, ese líquido blanco que sueltan es venenoso”. Con lo bonitas que son las flores de las adelfas... Quería hacerte un ramo para que lo pusieras de adorno encima de la cómoda, en ese jarrón chino que nunca usas y que guardas envuelto en tela, como conservas mi medalla de oro y mi pulsera de la comunión. ¿Quién te lo regalaría? 
          Alguien –no recuerdo a la otra persona que nos acompañaba-  nos hace una foto a ti, a Carmen –nuestra vecina- y a mí. Carmen y yo reímos, tú miras a un lugar inconcreto. Tu mirada se pierde entre los riscos, el tomillo y las jaras que ya han comenzado a florecer. Las flores blancas de la jara son bellas y pegajosas; se deshojan nada más cortarlas, igual que las amapolas. Son flores solo para mirarlas. ¿Tienes miedo de reír? ¿Tanto te cuesta? Mira cómo lo hacemos la Carmen y yo.
          “¿Por qué no vamos al Pilarejo?”, propone Carmen. Tú mueves la cabeza indecisa. “Sí, vamos, vamos, y me contáis otra vez la historia de la Encantá”.         
          Pero tú dices que se nos echa la noche encima y que mejor volvemos al pueblo. Que otro día. Yo sé que no habrá otro día pero no digo nada.
          Carmen y tú habláis de algo que no entiendo muy bien, pero lo que veo en tu cara, no me gusta mucho. No sé qué hacer para que os calléis, me da rabia que me estropeéis una oportunidad como ésta, que presumo irrepetible, hablando de cosas molestas. Me acerco a vosotras y tú le haces un gesto a Carmen, y las dos dejáis de hablar al mismo tiempo. “¿Quieres ya la merendica?”, me preguntas. Pan con chocolate, que en este entorno, me sabe a gloria. “Cómete todo el pan. No lo tires, que te conozco”. Claro, no me vas a conocer, pienso. No me quitas ojo de encima, porque aparte de tener pecas y la piel muy morena, estoy  más flaca que una raspa de sardina, como me dice Carmen.
          Esa tarde me comí todo el pan
          Llegamos a la calle Canteras, Carmen y yo nos paramos debajo del sempiterno eucalipto. Tú te acercas a una puerta: Juan, María… Mira, ¿de dónde vienes? Pasa, pasa y siéntate un poquito, dice María. No, que mira que hora es. Te diriges dos casas  más arriba, y repites la misma operación: Juana, Eusebio…
           Como me temía, nunca fuimos al Pilarejo, no hubo más excursiones.  


          Guardo la foto como el testimonio de un acontecimiento irrepetible.


relato inédito, Pepa Cantarero

No hay comentarios:

Publicar un comentario