CUANDO
era niña tenía pecas, esas manchitas minúsculas contra las que luchaba mi
madre, embadurnándome, cada noche, con crema Bella Aurora. A mí las pecas
me daban francamente igual. A ella le habría gustado que mi piel fuera más
blanca y sin pecas. Quizá como la piel
de bebé de mi padre, pero saqué su tono moreno, y sus ojos y su boca y su
nariz…
En la
foto estás sentada en la piedra gorda de la Llaná con las piernas extendidas.
Aquellas piernas aún sanas. Un pañuelo
en la cabeza para evitar el azote del viento, detestabas los días de viento.
“El aire hace destrozos. Se lleva todo a su paso”. Yo te miro sin comprender
cómo puedes tenerle miedo a algo sin cuerpo. Estoy eufórica y no es cuestión de
perder el tiempo en algo tan trivial. Feliz, porque es la primera vez que
salimos las dos juntas de excursión, y a saber si lo volveremos hacer. Te paras
y cortas unas ramas de tomillo y me gritas para que no coja las flores rosas de
las adelfas “No, ese líquido blanco que sueltan es venenoso”. Con lo bonitas
que son las flores de las adelfas... Quería hacerte un ramo para que lo
pusieras de adorno encima de la cómoda, en ese jarrón chino que nunca usas y
que guardas envuelto en tela, como conservas mi medalla de oro y mi pulsera de
la comunión. ¿Quién te lo regalaría?
Alguien
–no recuerdo a la otra persona que nos acompañaba- nos hace una foto a ti, a Carmen –nuestra
vecina- y a mí. Carmen y yo reímos, tú miras a un lugar inconcreto. Tu mirada
se pierde entre los riscos, el tomillo y las jaras que ya han comenzado a
florecer. Las flores blancas de la jara son bellas y pegajosas; se deshojan
nada más cortarlas, igual que las amapolas. Son flores solo para mirarlas.
¿Tienes miedo de reír? ¿Tanto te cuesta? Mira cómo lo hacemos la Carmen y yo.
“¿Por
qué no vamos al Pilarejo?”, propone Carmen. Tú mueves la cabeza indecisa. “Sí,
vamos, vamos, y me contáis otra vez la historia de la Encantá”.
Pero tú dices que se nos echa la noche encima
y que mejor volvemos al pueblo. Que otro día. Yo sé que no habrá otro día pero
no digo nada.
Carmen
y tú habláis de algo que no entiendo muy bien, pero lo que veo en tu cara, no
me gusta mucho. No sé qué hacer para que os calléis, me da rabia que me
estropeéis una oportunidad como ésta, que presumo irrepetible, hablando de
cosas molestas. Me acerco a vosotras y tú le haces un gesto a Carmen, y las dos
dejáis de hablar al mismo tiempo. “¿Quieres ya la merendica?”, me preguntas.
Pan con chocolate, que en este entorno, me sabe a gloria. “Cómete todo el pan.
No lo tires, que te conozco”. Claro, no me vas a conocer, pienso. No me quitas
ojo de encima, porque aparte de tener pecas y la piel muy morena, estoy más flaca que una raspa de sardina, como me
dice Carmen.
Esa
tarde me comí todo el pan
Llegamos a la calle Canteras, Carmen y yo nos
paramos debajo del sempiterno eucalipto. Tú te acercas a una puerta: Juan, María… Mira, ¿de dónde vienes? Pasa,
pasa y siéntate un poquito, dice María. No,
que mira que hora es. Te diriges dos casas
más arriba, y repites la misma operación: Juana, Eusebio…
Como
me temía, nunca fuimos al Pilarejo, no hubo más excursiones.
Guardo
la foto como el testimonio de un acontecimiento irrepetible.
relato inédito, Pepa Cantarero
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