domingo, 4 de enero de 2015

La felicidad nunca es completa







YO quería ser pianista pero mis dedos no eran ni largos ni huesudos. Bailarina de esas que llevan tutú y se empinan sobre zapatillas de media punta, pero carecía de buenas piernas, elasticidad y gracia de movimientos. Después, actriz de cine, pero ni mis físico ni mis rasgos estaban de moda en aquel momento.


Me dije que no debía de desanimarme y escribí un listado de profesiones en las que pudiera sentirme realizada. Tras ir descartando: motera, cantante de rock, aviadora, maquilladora de muertos, tractorista, escuchadora de historias de amor… me decanté por monja, aunque pronto reparé que no era lo suficientemente pura ni poseía el espíritu de sacrificio necesario para retirarme del mundanal ruido, por lo que pronto decidí abandonar el convento.

No pude por menos que optar por ser una mujer normal como tantas otras. Y como a todas, se me fueron escapando los años sin mi conformidad.

Una mañana me levante más irritada que de costumbre, gritando a los niños (porque los tuve), me acosté discutiendo con mi marido a cuenta de un comentario desafortunado por la poca sal de la comida; y al día siguiente decidí dejar atrás a la mujer anodina en la que habitaba, y ser –ahora sí- algunas de las que nunca fui. 
Desde entonces mi vida goza de gran actividad y plenitud personal, pero claro, como todo tiene su parte negativa, tengo considerables problemas con mis hijos y con mi marido: nunca saben con certeza en qué lugar del mundo tengo un concierto de piano; sufren horrores cada vez que tengo una caída de mi moto Bultaco Frontera; huyen de mí como de la peste cuando vuelvo de una sesión de maquillaje a un finado y no se atreven a volar conmigo ni aunque lo pida de rodillas.

La felicidad nunca es completa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario