Conoció
a un hombre que enterró en el monte, con sus propias manos, a sus hijas. En un
lugar perdido de la sierra.
De
día, se ocupaba de trabajar duro para que a su mujer y a sus tres hijos
sobrevivientes, no les faltara el sustento. De noche su misión era pensar en
dos niñas a las que la vida no quiso darles una oportunidad, y se las cedió a
su socia, en un trato que desconocemos.
Ese
hombre que nunca se amoldó a las órdenes del destino, vagó a la deriva por
tierras siempre inhóspitas: de polizón en un barco, poniendo explosivos en las
entrañas de la minas, o colonizando una sierra brava y bandolera.
En
la oscuridad, debajo de la vieja higuera, intentaba localizar las dos estrellas
que le pertenecían. Entonces, solo entonces, su mirada abandonaba la habitual
dureza.
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