No recuerdo si era Unamuno aquel que nombraba la intrahistoria, esto es, el hecho de que la historia debiera ser contada a partir de la vida diaria de los ciudadanos de una nación, en lugar de a partir de las grandes gestas de sus gobernantes. Perdón si me equivoco en la cita. Pero en una cosa sí que no me apeo del burro porque no ando muy descaminado, y es en mi afirmación de que el compendio titulado “Te compraré unas babuchas morunas” es un ejemplo de intrahistoria. Le llamo compendio porque esta verdadera “Enciclopedia Álvarez” no solo se nutre de intrahistoria. Es además de una novela con trazas (huellas) de autoficción, un severo ajuste de cuentas con el pasado personal de la autora. Más aún: un documento catártico en el que ha invertido la friolera de 30 (en letra treinta) años de su vida, que se dice pronto.
Vamos a lo de la intrahistoria: la novela despliega el microcosmos de vivencias y vicisitudes de tres generaciones de la familia del personaje que se oculta tras el nombre de “Arsenio el ranchero”, o Arsenio Camacho, abuelo de la escritora, dueño y señor de las vidas de su familia, reputado como un sabio, poderoso como un cacique, temido como un diablo. “Arsenio el ranchero” es un paradigma universal en sí mismo: lo comedido y lo desproporcionado, el que no se mira en apariencias pero vive sometido a ellas, aquel cuya sombra es tan alargada que se extiende por toda Sierra Morena y tapa el sol en el territorio cerrado y asfixiante, pero mágico, de la inexistente “Jara de la Sierra” en la provincia de Jaén. No hay aventuras, pero nos llegarán los ecos del paseo de este personaje desde Orán hasta Brasil; no es una novela social, pero se narran las condiciones en las minas en los países de allí y de aquí; los personajes no quieren romper su corteza, pero al final los sentimientos le afloran como volcanes; no es una novela histórica, pero vivimos la hecatombe de la Guerra Civil a través de sus piojos, su tisis, su hambre, sus pérdidas irreparables (ahora mismo recuerdo una definición de estadística: “Cuando un hombre muere es una tragedia, cuando cien hombres mueren es una estadística”). Y es que un solo hombre marca la vida de Ariadna, la hija de Arsenio, madre de la protagonista, y por ende la de todos sus hijos (p. 218 “Con ella, mi madre nunca jugué. Siempre estaba pensando en algo. ¿Se podía pensar tanto? ¿Nunca tenían fin sus pensamientos? Y las pocas veces que sonreía, era peor el remedio que la enfermedad, me rompía los esquemas, se me antojaba otra”). El balance final sobre la madre, en el capítulo “Cosas de vivos La nieta reflexiona sobre su madre”, p. 362.
Así es todo en estas páginas: tangencial. No hay un afán por hacer una radiografía social, aunque sí una resonancia nuclear magnética, una imagen de alta resolución de los sentimientos. Pero el caso es que sentimientos y entorno social se entrelazan de tal forma que, como sin querer, todo pasa ante nuestros ojos: el retrato de una España que arranca en el bandolerismo y que derivando en la pérdida de nivel de vida en el campo arroja a sus habitantes a la emigración; el amor reverencial y primitivo por la tierra que demuestran estas gentes, y que a un lector joven podría sonarle a realismo mágico y no a una realidad que se remonta a no hace tantos años; apenas unas líneas entreveradas para darnos una idea de la Barcelona del desarrollismo industrial; el costumbrismo secular andaluz reflejado en los ritos mortuorios; la deshumanizada frialdad del estado del bienestar catalán de los 80. Pero en realidad, lo que la autora persigue es ajustar cuentas con sus antepasados y con sus coetáneos, y para eso llama a los muertos y a los vivos a declarar para diseccionar sus interioridades a partir de sus propias confesiones o de un narrador mutante que adopta diversas formas: testigo, cámara, omnisciente… Y si hay que relativizar la condición divina del narrador, pues también (p. 84 “Me llamo Fausto. ¿Mi cometido en esta historia? Me temo que soy un comodín de última hora. Un recurso de la escritora. Necesita contar ciertos pasajes de la vida del principal protagonista, Arsenio. Cosas, anécdotas y vivencias que sólo yo, en mi condición privilegiada de amigo –entiéndase, lo que se entiende por amigo de verdad-, puedo saber.”)
La vida, intrahistoria. “Te compraré unas babuchas morunas”, puro nervio. Porque está escrita con las tripas, con el hígado y con el corazón, y quizá por eso se siente real como una bofetada. Todo en esta historia es injusto en sus dos vertientes, la injusticia de los hombres y la injusticia del destino, pero como no hay tapujos, el/la lector/a termina juzgando a los personajes como si fuera su propia familia, como si tuviera vela en este entierro o en este desentierro, sin la corrección política de alguien que en el salón de su casa lee en pantuflas o en babuchas, o en zapatillas de paño a cuadros. Eso queda para las lecturas convencionales, porque estas líneas no entran por los ojos, se mastican como arena. Casi seríamos capaces de oler el arroz con conejo que se comen la nieta y sus primos en una reunión familiar en la que revuelven el pasado y remueven una vez más en la figura de Arsenio, el abuelo/dios. Pero porque nos da la gana olerlo, nos creemos con derecho a estar en esa reunión, no porque la autora pierda el tiempo en describirnos las volutas de humo del carbón de encina, eso sí que no. Las concesiones al estilo, al abrillantado, y a la locuacidad postiza, no sé si las habrá.
Y ya hablo de “compendio” y eso sin afán despectivo sino descriptivo. “Te compraré unas babuchas morunas” es una creación atípica en su contenido (ya dije al principio que es más que una novela). Y por su puesto en su forma: desde la transcripción literal de una entrevista en la que la escritora interroga a un paisano en torno a la figura de su abuelo con la grabadora oculta en el bolso), a la inclusión de algunas fotos que testimonian el espacio físico en que se desarrolla determinado capítulo. O la pieza teatral en la que los intervinientes son Arsenio, su mujer Justina, y un matrimonio entre el que Arsenio como juez que es (hablamos de antes de la Guerra Civil, cuando su republicanismo lo pone en la picota, pero su fama de hombre recto lo libra de la muerte por la mediación de un alcalde que a pesar de ser de derechas da la cara por él), tiene que poner paz… Este capítulo es un ejemplo ilustrativo doble: por una parte de “disparate” formal respecto a su integración en el todo de la novela, de otra, de cuadro antropológico en lo social que nos muestra las inquietudes, las ansias, y el equilibrio de poderes conyugales de aquel tiempo.
Pepa Cantarero dice en una entrevista que no ha pasado por la universidad. Pepa Cantarero no me suena de nada como autora. ¿Tiene esto importancia? Pues para mí, y en relación a la historia, sí. El tremendo “desorden” cronológico y narrativo de este magma en el que uno nunca se pierde por muy liado que esté el ovillo, la febril y visceral pero a la vez inexistente trama… Hay una semejanza con una narrativa más experimental. Uno busca conexiones con “Pedro Páramo” porque pone a hablar a los muertos y revolverse en sus tumbas, y se dice asintiendo con la cabeza “esta tía es una universitaria que se ha tragado unos cuantos manuales y que una mañana, mientras mojaba la magdalena en el café se ha dicho algo así como voy a escribir algo a lo Luis Martín Santos”.
Y porque me alegra saber que es una voz narrativa que no procede de una pequeña burguesía ilustrada, que aporta otra forma de narrar y otro punto de vista, dando voz a los sin voz y eso con conocimiento de causa (¿cuántos libros ha leído sobre la vida de un albañil, o de un aceitunero?). A ver si me explico: Pongamos por caso “Los santos inocentes” de Delibes. En esta obra maestra vemos por los ojos de un narrador correctísimo, que no por muy amante de lo montaraz tuvo que trabajar la tierra para comer. Es además este narrador, como un padre que nos evita los sufrimientos excesivos, que guarda las distancias con la narración, tal como señalan los cánones narratológicos. En “Te compraré unas babuchas morunas”, por el contrario, no nos quedamos en la puerta de la casa de los santos inocentes Paco y Régula, no hay una contenida y subterránea exaltación lírica del campo como Arcadia feliz, sino que entramos y nos sentamos en el chozo, y se nos encoge el estómago con la muerte de la segunda Ana, la segunda hija que se les va de este mundo a Arsenio y Justina, y luego velaremos con Ariadna el asma de su madre, las muñecas rotas de darle aire con un cartón, nos corroe la rabia, nos admira la bien trazada historia de Amatista, que da para otra novela... Sería un sinsentido querer comparar ambas obras, cada una se sitúa y transita en dimensiones y planos diferentes, pero sí que quisiera significar, diferenciar a a esa narradora de bajo nivel (en programación informática un lenguaje de bajo nivel es aquel que más cerca está de los bits, y es el que casi pega al hardware, cerebro y hueso).
La verdad es que a estas alturas de la reseña no sé si todo lo que he dicho observa una mínima coherencia. Pero debe entender que no estamos hablando de un producto manufacturado, de una operación mercadotécnica, de una obra hecha para contarse y venderla muy bien. Sirviéndome otra vez de los símiles y no de las comparaciones: ¿Cómo es posible que un ente tan cercano como una familia de pueblo de la Andalucía profunda se nos transforme en una saga comparable a los Buendía? ¿Qué hay de Comala en Jara de la Sierra? No tengo nada claro. A decir verdad lo único que creo saber es que la escritora no llevaba babuchas cuando se puso a escribirla. No le importó que sus pasos resonaran como los ruidos que siempre acechan en la parte alta de la Casa Grande, y ha transitado con botos camperos por la narración. Yo por mi parte puedo decir que ese taconeo me ha sonado muy bien.
José Cruz Cabrerizo
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